En 1985, cinco países de Europa dieron un paso histórico, apenas 40 años de terminada la Segunda Guerra Mundial: eliminaron sus fronteras comunes y dispusieron la libre circulación de personas y bienes por ellas. Por su complejidad, el tratado de Schengen (una pequeña ciudad de 500 habitantes de Luxemburgo, en el límite común con Francia y Alemania) entró en vigencia una década más tarde, con ya cinco signatarios más. Hoy, 25 Estados europeos son parte.
El concepto Schengen implicó un solo punto de entrada al continente europeo; superado ese control inicial, se saltaba entre países sin ninguna traba burocrática extra. Desde el año pasado, esa libertad está siendo restringida como respuesta a la crisis económica y social, y ante la imposibilidad de frenar el creciente desempleo.
Muchos de los latinoamericanos que en las décadas de 1990 y 2000 buscaron ese destino, hoy han vuelto a sus países empujados (como cuando emprendieron el exilio) por la sombra de la desocupación y la pobreza. Pero Europa sigue siendo la esperanza de miles de africanos que llegan a sus costas en barcos precarios, desafiando a la muerte en el mar.
Una vez más, para los políticos, el problema es el otro. Sin solución a los reclamos de sus pueblos, optar por limitar derechos conquistados y a señalar con el dedo a quienes (a su criterio) amenazan su ya caído nivel de vida. Su pensamiento no está tan lejos de los que en la Argentina reclaman límites a la inmigración desde Bolivia, Paraguay o Perú.